"El Gigante Egoista"
Oscar Wilde, con su ingenio, nos invita a reflexionar sobre la cultura, la de la sociedad de su tiempo y la del nuestro, por supuesto. Con su brillantez y su mordacidad destapó la doble moral imperante en la Gran Bretaña Victoriana que le castigaría por su osadía.
Muchos sostienen que los relatos en todo cuento con moraleja son aburrido. A mi punto de vista se equivocan, no hay más que leer a Wilde, y es que él se aleja de la moralina al uso en muchos relatos de corte tradicional, y hace crítica, en estas páginas, de la hipocresía, tan presente en el mundo por el que hubo de moverse. Mira con inmensa ternura a sus personajes más indefensos, casi siempre olvidados por los poderosos, que ni siquiera se dan cuenta de sus desdichas.
El Gigante no es terrible, solo egoísta, pero aprende que el secreto de la belleza de un jardín está en compartirlo. "Mi jardín es mío", dice el Gigante, que se niega a compartir el perfume de su jardín con los niños. Es un Gigante muy egoísta. ¿Cómo no iba a olvidar la primavera su jardín?
El gigante egoísta tenía un hermoso jardín, en el que a los niños les encantaba jugar. Éstos aprovechaban que el gigante estaba de visita en la casa de su amigo el ogro por 7 años para disfrutar del jardín, pero a su regreso, el gigante construyó un muro para impedir que entraran en él. Como consecuencia de ello, el jardín quedó condenado a un perpetuo invierno. Sin embargo, un día, el gigante se despertó y descubrió que la primavera había vuelto a su jardín; los niños habían encontrado la manera de entrar a través de una brecha en la pared.
El gigante comprendió entonces el error de su decisión anterior, y decidió destruir el muro. No obstante, cuando salió de su castillo, todos los niños huyeron, a excepción de uno, que estaba llorando tanto que no percibió la presencia del gigante. El gigante ayudó al niño a trepar al árbol al que el pequeño quería subir, y el niño, agradecido, lo besó. Tras ello, el gigante anunció: "Desde ahora, éste es su jardín, queridos niños", y derribó, como se había propuesto, el muro. Los niños, a partir de entonces, jugaban y se diviertían libremente en el jardín. Pero no así el niño al que el gigante ayudó y al que más cariño tomó; no lo volvió a ver.
Muchos años más tarde, el gigante ya viejo y débil, y despertó, una mañana de invierno, para ver los árboles en una parte de su jardín en plena floración. ¡Y cuál fue su sorpresa al descubrir al niño que tanto deseaba volver a ver, bajo un hermoso árbol blanco! Pero el niño estaba herido, y furioso ante la idea de que alguien le hubiera hecho daño, le dijo: "¿Quién se atrevió a herirte?" pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos y las mismas señales se veían en los piececitos. "¿Quién se ha atrevido a herirte?" gritó el gigante. "Dímelo para que pueda tomar mi espada y matarle."
"Noooo", dijo el niño, "pues éstas son las heridas del amor."
"¿Quién eres?" dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.
El niño sonrió al gigante y le dijo: "Una vez me dejaste jugar en tu jardín. Hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el paraíso." Cuando los demás niños llegaron aquella tarde, encontraron al gigante muerto, tendido bajo el árbol, todo cubierto de flores blancas.
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